Los Nuevos Pecados Capitalistas que reconoce el Vaticano

El Vaticano dice que la vieja lista del Papa Gregorio Magno no basta ya para describir los tiempos modernos. “Uno no ofende a Dios sólo al robar, blasfemar o desear la mujer del prójimo, sino también cuando uno daña al medio ambiente, participa en experimentos científicos dudosos y manipulación genética, acumula excesivas riquezas, consume o trafica con drogas, y ocasiona pobreza, injusticia y desigualdad social”. Con ello, la Santa Sede no ha hecho más que confirmar el espíritu y la letra de la serie de reportajes que, desde hace tres números, empezó a publicar GOLDEN bajo el epígrafe común de Pecados Capitalistas.

Los tradicionales siete pecados capitales enumerados por el Papa Gregorio hace 1.500 años y recogidos luego por Dante Alighieri en La Divina Comedia, parece que se habían quedado obsoletos en nuestro mundo globalizado.

¿Podrán ser vistas ahora como ofensas a Dios por los cristianos acciones como no reciclar basura, tirar por el sumidero el aceite de los refritos, enriquecerse a costa de los demás (¿serán los clientes o accionistas los demás?), o trabajar en el laboratorio donde nuestra empresa lleva a cabo investigaciones científicas con implicaciones bioéticas?

¿Habría que enviar al infierno, con el pecado mortal de la contaminación ambiental, a la mayoría de los norteamericanos consumistas y a los chinos?

¿Tendrán que prepararse para un drástico traspaso a las mansiones infernales los ocupantes de la primera fila del ránking de super millonarios, como Warren Buffet, Carlos Slim o Bill Gates, del último número de la revista Forbes?

¿Adelantará ya esta revista una buena reserva para las próximas ocupaciones infernales? ¿Contaremos un día con un nuevo Dante que filme las contorsiones del castigo y los escuetos y penosos lamentos de los ricos y contaminadores de ahora?

Los dictados de la Iglesia

El marco moral lo cuelga la Iglesia donde siempre, pero el lienzo se retoca. Los papas, en dictados que ya no tienen la pasada contundencia urbi et orbi –solapados, pero vigentes, los anatemas– marcan con la tinta más chillona los vectores recuperables de los viejos mandamientos y solapan otros en una estudiada lejanía ; aquí una pincelada fresca, allá un sfumato de efecto vaporoso e impreciso, como los de aquella técnica que a tan alto nivel artístico llevó la mano maestra de Leonardo.


Martillo pilón para la disidencia colectiva, la autoridad religiosa golpeaba con la fusta personalizada toda rebeldía achacable a los sujetos decantados. Los sambenitos echados de la pasarela pública volvían conversos en formas siempre reconocibles a la firma vituperable de autor, a la disidencia contumaz y manifiesta o al puro ejercicio del arbitrio de cada uno. Ayer pecados públicos de hordas masificadas, tanto como puedan ser hoy los casi infinitos testimonios de la proliferación individual.

Pecados, culpas, iniquidades y quebrantos inevitablemente uncidos a la cerviz humana relapsa y expulsa, según rancia doctrina, de todo pretendido paraíso. El tránsito confeso y contrito que, hasta hace muy pocos años, se apilaba susurrante en torno a los confesonarios parroquiales, merma y deja las hornacinas penitenciales deshabitadas.

Duro paso de la institución eclesial: la imposible renuncia a la pretendida misión del secular ato y desato, del derecho a la definición moral, a la tutela de costumbres y la guía de peregrinos por cada recodo o edad de la vida. ¿Habrán perdido nuestras almas con el olvido –olvido es una de las acepciones hebreas de pecado– del confesionario en la práctica religiosa pública, habremos perdido “la noble conversación hija del discurso, madre del saber, desahogo del alma, comercio de los corazones, vínculo de la amistad, pasto del contento y ocupación de las personas” de que hablara tan barrocamente el padre Lorenzo Gracián –tratando, eso sí, de otra cosa- en la Crisis Primera del primer tomo de El Criticón?

Sea como fuere, la cosa es que el coso y el mentidero público andan desde hace poco aún más agitados con el anuncio de los nuevos pecados, los pecados sociales.

Pecados sociales

Para el intachable Compendio de Teología Moral, redactado en latín por el padre Antonio M. Arregui, mantenido durante décadas en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma por los jesuitas, donde se distingue grosso modo teológicamente, específica y numéricamente a los pecados, sólo se alude a la noción general del pecado, al pecado original y al pecado particular.

De los sociales nada se cuenta, eso que se catalogan las leyes que rigen lo humano en nueve minuciosos apartados, como la ley divina, la humana, la penal, las eclesiásticas especiales, los rescriptos, los privilegios, etc.

Porque, a fuer de los cánones jurídicos y morales del cristianismo –que es la religión que aquí nos toca más de cerca– pecado viene a convenir con alguna de estas nefastas acepciones: iniquidad, falta, rebelión, quebranto, infracción, injusticia, deuda o afrenta. Así lo dice el prestigioso y voluminoso Vocabulario de Teología Bíblica del padre Xavier Léon-Dufour, de la editorial Herder.

Wikipedia, una suscinta y más moderna biblioteca de nuestra navegación rápida por la Red, lo define, sin más, como “la trasgresión voluntaria de un precepto tenido por bueno”. Para otros teólogos mucho más modernos, el pecado se puede mirar de otra forma menos culpable y angustiosa como “la vieja sabiduría del mundo”, el conocer de la ladina serpiente del Edén, una sabiduría humana que se adapta como un guante a las normas o regularidades de su gente y cultura, con lo que el ser humano recién llegado se pueda hacer una idea de lo que pueda esperar en su vida.

El porqué de esa necesidad de dar un sentido y dotarse de horizontes últimos, más o menos trascendentes, al menos el primero que se tenga a mano, parece, según algún que otro sociólogo, que se desprende de la urgencia, a partir de cierta edad, de abandonar lo antes posible la sensación de andar uno perdido y arrojado, como un extraño en un universo desconocido y, a lo que se ve, indiferente a la suerte de cada cual. Y lo es, es duro seguir viviendo, por ponerle algún lenitivo musical, en este “¡siglo veinte, cambalache / problemático y febril!”, que decía la letra del tango de Enrique Santos Discépolo.

No sólo sexo

En este terreno se movían los santos o doctos doctores tiene la Iglesia, y todavía se mueven, pero ahora con mucha más y difícil competencia –la famosa competencia capitalista– en un contexto inevitable de réplicas, listados de opinión y turnos arbitrados de palabra.

Quienquiera tiene una columna, o, si no, su blog. 

El caso es que parece que en el lote de los sentidos o significados de la vida van con las virtudes los pecados y con los bienes los males, en mejores o peores marcos ideológicos o tablas de interpretar, aunque se queden en sucintos vademécum o aquellas agujas de marear cultos, que decía el vividor Quevedo.

Filosofías siempre hubo. Pero los cambios que traen estos nuevos pecados sociales no llegan sin alarma. Por poner algunos casos, ¿qué puede decirse del sacerdote mexicano, Antonio Pelayo, que exhortaba hace poco a su grey –según contaba el Noticiero de Televisa– sobre los nuevos pecados del mundo moderno de acuerdo con su epítome particular, proporcionando esta lista: el tráfico de armas, la comisión de injusticias, la destrucción del planeta, la manipulación genética, el experimento con personas, el aborto y la pedofilia?. El clérigo, presentado como un experto en asuntos vaticanos, puntualizaba: “Ustedes están muy obsesionados con los pecados relacionados al sexo. Parece que ustedes sólo pueden pecar con el sexo, pero hay muchos otros pecados que son tal vez más graves y que no tienen nada que ver con el sexo, que tienen que ver con la vida, con el medio ambiente, con la justicia”.

Para el Dr. Horacio Krell, un experto en Metodología intelectual y en Interacciones con inteligencias artificiales, director de la Unión Argentina de Franquicias (UAF), propulsor desde 2004 de un departamento llamado Fábrica de ideas y autor de Qué hacer para tener un año ganador, publicado en el diario Clarín, en marzo de 2007, el mundo no puede dejar de conocer los verdaderos pecados radicales del ser humano, Los 7 pecados capitales de la Inteligencia, que son: elegir mal el problema, considerar sólo la conveniencia, la necesidad de tener razón, el no saber lo que se quiere, el desarrollar una mentalidad dependiente, el ser vanidoso y el ser extremadamente idealista.

En el primer caso, el pecador no entiende el contexto y por eso elige mal; en el segundo caso buscando maximizar su beneficio, pierde; en el tercero, peca de arrogancia, pero también de estupidez; en el cuarto su error es la obnubilación de sus propósitos; en el quinto, tiene mentalidad de bombero y vive agotado apagando incendios; en el caso sexto y en el séptimo, el pecador o es en extremo idealista, enamorado del éxito inmediato, o en exceso individualista y vanidoso.

Doctrina del Vaticano

Todo empezó porque el 10 de marzo de 2008, el regente del Tribunal de la Penitenciaría Apostólica del Vaticano, cardenal Gianfranco Girotti, presentó su lista de los mandamientos que se apuntaron arriba, en estilo más eclesiástico. Los pecados sociales son éstos: No realizarás manipulaciones genéticas. No llevarás a cabo experimentos sobre seres humanos, incluidos embriones. No contaminarás el medio ambiente. No provocarás injusticia social. No causarás pobreza. No te enriquecerás hasta límites obscenos a expensas del bien común. Y no consumirás drogas. 

Y Gianfranco Girotti sabe lo que dice: es director del organismo vaticano que supervisa la confesión en todo el mundo cristiano y las indulgencias plenarias de la Iglesia. El cardenal Girotti dice que la vieja lista del papa Gregorio Magno no basta ya para describir los tiempos modernos: “Uno no ofende a Dios sólo al robar, blasfemar o desear la mujer del prójimo, sino también cuando uno daña al medio ambiente, participa en experimentos científicos dudosos y manipulación genética, acumula excesivas riquezas, consume o trafica con drogas, y ocasiona pobreza, injusticia y desigualdad social”. En esta apostilla de Girotti no resulta baladí notar que entre los viejos pecados capitales y los nuevos sociales se da una conjunción de no sólo, sino también, y que, tras cada retoque, aparecen algunos términos nuevos, bajo la aparente inercia de las palabras sinónimas y expresiones equivalentes.

Y todo el revuelo en el contexto aparentemente light de una entrevista periodística a L’ Obsservatore Romano en su edición dominical y ociosa, como conclusión de un seminario de una semana que se llevó a cabo a puerta cerrada tras los muros del Vaticano. Por eso a alguien se le ha ocurrido deducir que allí hablaron los especialistas del crecimiento imparable del número de católicos que se cuidan como de la peste de pasar por el confesionario, poniendo en crisis el sacramento de la penitencia, cuando, al mismo tiempo, aumenta la práctica de la comunión.

Lo que, desde luego, habrá sorprendido al cardenal Girotti es recibir, a sólo dos días de sus declaraciones, un apoyo tan sonado como el del presidente venezolano Hugo Chávez, que manifestó sentirse reivindicado por el Vaticano, porque él siempre ha pensado que “ser rico es pecado” y que “todos los capitalistas son unos pecadores, porque generan pobreza, injusticia y desigualdad social”.

Chávez se despachó a gusto en un acto oficial transmitido en una cadena nacional obligatoria de radio y televisión: “El Vaticano señala como pecado dañar al medio ambiente, drogarse o ser rico. El Vaticano me reivindica, me siento reivindicado por el Vaticano”.

Pero, aparte de apoyos de tanta sospecha, que el tema es candente no necesita documentación ni prueba. ¿Haría falta? “Científicos británicos crean embriones híbridos humano-vacunos, a partir de células humanas y óvulos de vaca” es parte de una noticia de prensa aparecida en marzo de 2008. El doctor Lyle Armstrong, de la Universidad de Newcastle, aseguró que no tenía la intención de desarrollar bebés híbridos, sino sólo avanzar otro paso intermedio en la comprensión de la biología de las células madres embrionarias. Además, dicho para cualquiera que desee tranquilizarse, el director del Centro de Bioética de la Universidad de Pensilvania, el norteamericano Arthur Caplan, dice que “no hay peligro de crear monstruos de esta manera”, que la biología “no funcionaría”. ¡Ah, bueno! Es un alivio.

El castigo eterno

¿Irán tantos contaminadores, ricos, científicos manipuladores de células madre, abortistas, drogadictos, traficantes y pedófilos al infierno? ¿No es la propia realidad del infierno otra de las piedras de escándalo contemporáneas dentro del cristianismo? En 1999, el entonces papa Juan Pablo II había aclarado que el infierno no era precisamente un lugar sino una situación: el alejamiento de Dios. Pero el año pasado, el actual papa Benedicto XVI dijo que el infierno existe. ¿Será el infierno otra de esas realidades de la vida que se les está yendo de las manos a los supuestos pontífices máximos de cielo y tierra, de lo divino y lo humano?

La literatura, el cine, la pintura, no parecen, en las décadas que corren, estar esperando los fallos doctrinales de la Iglesia más institucional y monárquica para hacerse sus ideas y sus sentires respecto de lo que pueda ser el infierno. Las expresiones más o menos castizas o de jerga, al infierno, el quinto infierno o vete al infierno ya parecen tratar el término con ciertas libertades del tropo y el dicho figurado, las más libres y creativas del lenguaje según da a entender el filósofo Paul Ricoeur en La Metáfora Viva.

Los sinónimos averno, abismo, condenación, diablo, estigio, hades o tártaro parecen pertenecer más bien estrictamente a la historia del comparatismo literario y cultural. Frente al alto cielo cristiano o la suma cima del monte olímpico de los dioses clásicos, este hades tenebroso ocupa lo ínfimo y más bajo.

En Europa, sin ir más lejos, ya tenemos nuestros propios testimonios sobre dónde se hallan hoy por hoy las bocas que daban o dan a los infiernos, aquellas entradas y puertas de destilación diabólica, como las situadas en el pozo irlandés de San Patricio –en una de las islas del lago Derg- y en aquel castillo medieval de Houska, al norte de Praga, rodeado de tenebrosas leyendas, una de las cuales narraba que la propia mole de la edificación había sido levantada para tapar la entrada a los infiernos en honor del hijo del príncipe Slavibor, Housek o la cripta pétrea donde el dios Apolo hablaba por el aliento de la Sibila en Delfos, sobre el ombligo sulfuroso del mundo.

La Boca del Infierno o Hellmouth en inglés, era un lugar de convergencia mítica donde los poderes luciferinos eran atraídos y obraban con menos recato, como sobre la ciudad ficticia de Sunnydale de la serie de televisión de Buffy la cazavampiros.

Las demás versiones que sitúan los infiernos en las islas Lípari, debajo de Jerusalén, en el valle de Josafat o en la boca del volcán Etna demuestran que la fecunda imaginación humana no ha terminado su obra creativa. Parece que en este capítulo está dicho casi todo, con lo que no debiera extrañar tanto que, como asegura el papa Benedicto XVI, “hoy ya no se habla del infierno.”

Lo normal sería pensar que no es necesario, porque la vida ya ha mostrado en el pasado siglo y en lo que va del presente la brutalidad suficiente como para que el cupo de males dé abasto, sin necesidad de otros apéndices de penalizaciones eternas. No parece que la imaginaria de Doré con sus buriles ilustrando la visiones dantescas vaya a superar la intachable tarea deshumanizadora del Stalin depurador o del metódico exterminador Heinrich Himmler.

Visiones infernales

El 22 de diciembre de 1849, Fiodor Dostoievski le escribía a su hermano Misha desde la fortaleza de San Pedro, relatándole los terribles momentos que había pasado ante el pelotón de fusilamiento. Primero les fue leída la sentencia de muerte a los condenados y les permitieron besar la cruz; luego “amarraron a los tres primeros para ajusticiarlos. Yo era el sexto y nos llamaban de tres en tres; como estaba en el segundo grupo, apenas me quedaba un minuto de vida”. Pero en el último momento había llegado el indulto del Zar, pero no se les ahorró a los condenados el simulacro. En tan poco tiempo, Fiador leyó en su memoria el verso de Dante a la entrada de su Infierno: “Lascite ogni speranza voi ch’entrate.”

La literatura nos ofrece un sinúmero de testimonios infernales. La castellana Teresa de Jesús, –maestra en este caso de vida interior– habla en el capítulo 32 de su Vida del infierno como de un “agonizar del alma, un apretamiento, un ahogamiento, una aflicción tan sentible…”. Para el Sartre de La Náusea, en la escena de los cuatro personajes encerrados, “el infierno son los otros”. Para el poeta anglo-norteamericano T. S. Eliott, el infierno “es uno mismo.” El Bosco lo fragua pictóricamente en un surrealismo alucinante.

El infierno de Luis Buñuel, el que sale al final de Simón del desierto, es una especie de cafetería cutre donde Silvia Pinal, una diablo barbuda, alterna con chinos rubios. El más popular sigue siendo el ya operístico de Fausto o el hispano un poco más tétrico donde Don Juan Tenorio se atufa con azufre.

Aunque según el ya citado Vocabulario Bíblico de X. Léon-Dufour, hay infierno e infiernos. Las puertas de los infiernos, a donde desciende Jesucristo, “se abren para dar suelta a los cautivos”, mientras que el infierno a donde desciende el condenado cierra, tras él, sus puertas. Los infiernos, según Job, 30,23, son “el punto de cita de todos los vivos”, o el antro de todas las regiones inferiores de la tierra. Más laicos, nuestro diccionario castellano recoge también otras variadas acepciones, como ésa de “lugares de alboroto y discordia”, o “calefacción subterránea en regiones frías”, tan mundanas.

En El Corazón de las Tinieblas, de J. Conrad, el viaje de Kurtz, reproducido por Marlow, es un viaje a los infiernos y un descenso por el río del olvido, al final de toda esperanza, como previno Dante. “Tuve la sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del infierno”. El verdadero corazón de las tinieblas, “el mal escondido en las profundas tinieblas del corazón humano”, tras los tambores caníbales que baten atronando la selva filmada por Francis Ford Coppola en Apocalipse Now.

Todo quizás ya prefigurado en la clásica incursión de Eneas a los infiernos “por las sombras bajo la noche solitaria/ y por las moradas vacías de Dite y los reinos inanes.” Un hermoso horror, como lo es el Lucifer del poeta ciego John Milton. Lecturas nada recomendables como libro de cabecera en la mesilla de noche.

El mito del individualismo moderno ¿Raiz de los pecados capitales?

Decía Louis Dumont, un famoso antropólogo desaparecido en 1998 a la venerable edad de 87 años, que las diferentes civilizaciones se distinguirían por su modo particular de concebir el lugar del individuo en relación a la sociedad.

A Dumont le gustaba contrastar el perfil del actual individuo occidental con la imagen-espejo del abigarrado sistema de castas tradicional de la India. Si aquí la casta era el vínculo social predominante –la sumisión de los deseos de cada miembro a la definición holista dada por la jerarquía religiosa–, por encima del individuo, a quien se ignora, en Occidente, como contrapunto, se habría ido progresivamente colocando el individualismo como valor cardinal de las sociedades modernas, motor de sus empresarios audaces y motor también del ansia consumidora y ostentosa del resto del personal. Aquí, pues, en Occidente, el individuo como sujeto moral, independiente y autónomo que ignora o subordina la totalidad social y que se muestra orgulloso por sentirse emancipado y aún separado de ella.

Otro autor, Tcherkézoff, hablaba en un libro de 1993 de una especie de inconsciencia de lo social. Un tercero, Ian Watt, en Los mitos del individualismo moderno, asegura que en sus últimas versiones originales los últimos destinos de Fausto, Don Quijote, el Burlador de Sevilla y Don Juan Tenorio son una buena prueba de que el individualismo, aunque estuviera siempre en el candelero, no siempre estuvo bendecido por el dictamen de las instancias del poder cultural o moral. Fausto, el Burlador y Don Juan son castigados al fuego eterno y Don Quijote se purifica en la cordura y la muerte, tras sufrir su calvario de crueles chanzas públicas. Sólo se reivindica el individualismo a partir de Robinson Crusoe y hasta el actual individuo consumidor conspicuo. Parece como si el capitalismo no hubiera deseado otra cosa.

Desde entonces, pues, sí se ha adornado el individualismo de unas lucidas candilejas de adjetivos: individualismo propietario, relativista (título especialmente querido por los moralistas de cátedra y púlpito), el individualismo egocéntrico, el consumista, el derrochador, el moral, el fatuo, el utópico, el conscripto y el patológico (este último ya en la circunscripción psiquiátrica).

Todos, en suma, individualismos pecadores. ¿Será el individualismo en su perfil actual una perversión moderna de nuestra sociedad más radical que otras? ¿Tendrá esto algo que ver con el nuevo énfasis de las autoridades morales de todo tipo en sus condenas del relativismo, el individualismo de la felicidad light, la logica del bienestar sacralizada y otros peligros posmodernos?

Algunos pensadores, como Erich Fromm, en El humanismo como utopía real, descubren algunas señas más reconocibles del individualismo en la era capitalista: “El hombre se convierte en una empresa; su capital es su vida y la misión que tiene parece ser la de invertir de la mejor manera posible este capital. La buena inversión, tendrá éxito. La mala, un fracaso. Así se convierte él mismo en una cosa”.

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